Fuente: Wikimedia Commons

Por si la situación de Perú ya no era lo suficientemente complicada, el gobierno de José Jerí ha decretado el estado de emergencia en Lima y Callao. El decreto, firmado a comienzos de octubre, justifica la medida por la “perturbación del orden interno” causada por el incremento de la criminalidad y la inseguridad ciudadana, derivada de delitos como el homicidio, la extorsión, el sicariato o el tráfico ilícito de drogas. La decisión marca un punto de inflexión en un país donde la violencia ya no se percibe como un episodio aislado, sino como una realidad que genera muchísima preocupación entre la población.

(...) la perturbación al orden interno por el incremento del accionar criminal y la inseguridad ciudadana, derivados de la comisión de delitos de homicidio, sicariato, extorsión, tráfico ilícito de drogas, entre otros, en la circunscripción antes mencionada [Lima Metropolitana y la Provincia Constitucional del Callao]

(Decreto Supremo que declara el Estado de Emergencia en Lima Metropolitana del departamento de Lima y en la Provincia Constitucional del Callao).

Sin embargo, no es que este tipo de violencia haya estallado de forma repentina, en los últimos meses. Desde la pandemia, los indicadores de criminalidad en Perú muestran una escalada sostenida. Según datos del SINADEF, los homicidios en el país se han duplicado entre 2020 y 2024 y el uso de armas de fuego está presente en 1 de cada 10 delitos. Las denuncias por extorsión, que se han convertido en el delito “locomotora” del crimen organizado, superaron las 20.000 entre enero y septiembre, un 29 % más que el año anterior. Lima y La Libertad son los epicentros de esa ola criminal, donde los ataques con explosivos y las amenazas a comerciantes o transportistas han pasado a formar parte del día a día de muchos peruanos.

La violencia no se limita ya al narcotráfico. La minería ilegal se ha consolidado como un motor paralelo de economías criminales, con episodios como la masacre de trece mineros en Pataz el pasado mes de mayo, mientras el tráfico de cocaína alcanza cifras récord: más de 141 toneladas decomisadas solo en el primer semestre del año. A ello se suma la presencia de bandas transnacionales como el Tren de Aragua, de quién ya hablamos en otro artículo.

Ante ese panorama, los peruanos han sentido que el gobierno de la depuesta Dina Boluarte no hacía nada al respecto. Es por ello que la decisión del nuevo gobierno de decretar el estado de emergencia parece más un gesto político que una estrategia efectiva. La militarización de las calles puede reducir momentáneamente la percepción de inseguridad, pero no desmantela las redes financieras ni las estructuras criminales que se han infiltrado en la economía. Lo que el gobierno busca, en el fondo, es proyectar autoridad y marcar distancia respecto a su predecesora, Dina Boluarte, cuyo mandato cerró con apenas un 3% de aprobación. Pero recuperar la confianza de los ciudadanos será mucho más difícil que desplegar soldados.

De hecho, ni 3 de cada 10 peruanos cree que bajo el gobierno de José Jerí la seguridad vaya a mejorar en el país.

Esa desconfianza es precisamente la que ha encendido la mecha de una nueva ola de protestas juveniles. A comienzos de septiembre, miles de jóvenes peruanos, en su mayoría pertenecientes a la llamada “Generación Z”, salieron a las calles para expresar su hartazgo contra un sistema político que sienten ajeno, corrupto e ineficaz. La chispa inmediata fue la aprobación del reglamento de la reforma de pensiones, que obliga a los mayores de 18 años a afiliarse a un sistema previsional, abriendo además la puerta a la inscripción automática en fondos privados. Pero la causa de fondo va mucho más allá de una ley.

Estos jóvenes, que crecieron entre crisis sucesivas y gobiernos interinos, encarnan una frustración acumulada: son el grupo de edad más afectado por la informalidad laboral —ocho de cada diez trabajan sin contrato— y el menos representado en la política. En un país donde el 85 % de la población dice sentir vergüenza del Congreso, la protesta ha encontrado en las redes sociales su principal escenario. Las convocatorias se difunden en TikTok, se amplifican en Instagram, se organizan en Telegram y se coordinan en Discord. No hay líderes visibles ni partidos detrás, pero sí un sentimiento compartido: la necesidad de romper con un sistema que ya no ofrece futuro.

Lo que ocurre en Perú no es un caso aislado. Desde Katmandú hasta Casablanca, pasando por Antananarivo, la última oleada de protestas juveniles ha puesto en jaque a gobiernos de Asia, África y América Latina. En Nepal y Madagascar, las movilizaciones de la Generación Z llegaron incluso a tumbar al gobierno. Las demandas cambian según el país —desde la precariedad y el desempleo hasta la corrupción o la represión digital—, pero el hilo común es la pérdida de confianza en las instituciones democráticas y la sensación de que los gobiernos ya no responden a sus ciudadanos.

En el caso peruano, esa desafección se alimenta de una década de crisis política casi ininterrumpida. Desde la caída de Pedro Pablo Kuczynski en 2018, el país ha tenido seis presidentes y un Congreso fragmentado que ha sobrevivido entre acusaciones de corrupción y maniobras de autoprotección. El resultado es un Estado debilitado, sin capacidad para frenar el avance del crimen organizado ni para responder a las demandas sociales. La mezcla de inseguridad, precariedad y desencanto ha generado un clima de frustración que encuentra en la calle el único espacio de expresión posible.

Hay, además, un cambio generacional en marcha. La memoria política de los jóvenes que están protestando se construye a través de redes sociales, y su lenguaje es más visual, emocional y espontáneo. Comparten videos, memes y testimonios que exponen la corrupción o denuncian la violencia policial.  

La llamada “rebelión Z” tiene también un componente simbólico: no es solo un rechazo al gobierno, sino a la propia lógica del poder en un país donde las élites políticas parecen desconectadas de la realidad. Al igual que ocurrió con los indignados en España en 2011 o con las protestas de Sri Lanka de 2022, el detonante puede ser coyuntural, pero el malestar es estructural. Y aunque sus protagonistas no siempre articulen un proyecto político claro, su irrupción altera las reglas del juego y obliga a los actores tradicionales a reaccionar.

Perú se encamina a las elecciones de 2026 con una ciudadanía agotada, un Estado erosionado y una generación que no se resigna. El voto joven, que podría representar más de un tercio del electorado, será decisivo para definir si esta crisis desemboca en un cambio de rumbo, una ruptura definitiva con los actores tradicionales... Por ahora, la única certeza es que el país vive una doble rebelión: una que se libra contra el crimen organizado, y otra, más silenciosa pero igual de profunda, contra la desconfianza y la indiferencia de sus propios gobernantes.

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