Desde cárceles como Guayaquil o Tocorón hasta puertos en Róterdam. Desde la Amazonía hasta Dubái. El crimen organizado iberoamericano ya no es solo cocaína ni cárteles: es una red global, versátil y con dinámicas cada vez más cercanas a una corporación. Además del narcotráfico, controlan cárceles, lavan dinero, explotan recursos naturales, extorsionan y corrompen instituciones. Han dejado de ser ejércitos del narco para convertirse en auténticas multinacionales del delito, con operaciones descentralizadas, nodos especializados y alianzas que cruzan océanos.
Ya no existe un cártel hegemónico. Lo que hay es una economía criminal globalizada donde cada puerto, cada cárcel y cada frontera funciona como una sucursal más.
En el corazón del fenómeno iberoamericano está un patrón común: la fragilidad del Estado. Allí donde el aparato estatal y sus fuerzas de seguridad no llegan —ya sea por falta de recursos, corrupción o desinterés— el crimen organizado ocupa el vacío. Lo hace con una lógica empresarial y territorial, consolidando su presencia mediante sobornos, violencia y prestación de servicios básicos.
No buscan gobernar. Solo suplantan las funciones del Estado, y lo hacen con eficiencia. Su ventaja es su flexibilidad: no dependen de jerarquías rígidas, sino de redes dinámicas, con células autónomas, socios transitorios y violencia como herramienta de control territorial.
El crimen organizado en Iberoamérica no tiene una única cara. Adopta múltiples formas que varían según el país, la historia local y las condiciones sociopolíticas. No existe un único modelo criminal, sino una constelación de estructuras con orígenes, dinámicas y objetivos diversos. Algunas conservan rasgos tradicionales, mientras que otras encarnan nuevas lógicas delictivas adaptadas a un entorno globalizado.
Los cárteles clásicos de la droga son característicos de países como México, Colombia y Paraguay. Se estructuran como grupos paramilitares con una implantación territorial fuerte, dominio sobre rutas logísticas y gran capacidad financiera. El Cartel de Sinaloa, el de Jalisco Nueva Generación o el Clan del Golfo son ejemplos paradigmáticos. Estos grupos ejercen un control férreo sobre regiones enteras, donde imponen su ley, imitan funciones del Estado y gestionan negocios ilegales como verdaderas corporaciones.
Las pandillas transnacionales —como la MS-13 o Barrio 18, que durante tanto tiempo tiñeron de rojo El Salvador— representan otra cara del fenómeno. Nacieron en contextos migratorios, especialmente de jóvenes centroamericanos que emigraron a Estados Unidos y, al regresar, trajeron consigo códigos violentos y estructuras organizativas que se consolidaron en barrios marginados. En estos espacios, las pandillas conforman la identidad de sus miembros, les dan un sentimiento de pertenencia, articulan jerarquías sociales y sistemas de control comunitario basados en el miedo.
Un caso particularmente singular es el de El Tren de Aragua, surgido en el Centro Penitenciario de Aragua, en Tocorón (Venezuela). Esta organización comenzó dominando la cárcel desde dentro, pero ha logrado expandirse más allá de sus muros para convertirse en una red criminal descentralizada que combina secuestro, extorsión, narcotráfico y control territorial. Es un ejemplo claro de una situación que también se ha producido en otros países en los que algunas cárceles se han convertido en centros operativos del crimen organizado.
Grupos como el Primeiro Comando da Capital (PCC) en Brasil han construido poderosas estructuras desde el interior de los centros penitenciarios, dirigiendo extorsiones, asesinatos y negocios ilícitos a gran escala.
Esto también lo encontramos en México. La “guerra contra el narco”, que metió en prisión a líderes emblemáticos de los principales cárteles de la droga, provocó que muchas organizaciones criminales trasladaran parte de sus operaciones a las cárceles. En lugar de desarticularse, los grupos adaptaron su funcionamiento y convirtieron los centros penitenciarios en extensiones estratégicas de su aparato delictivo. Desde allí no solo dirigen sino que también establecen formas de cogobierno interno, en las que los reos imponen reglas, cobran extorsiones y mantienen una jerarquía paralela a la autoridad penitenciaria.
En Colombia y Venezuela encontramos una serie de estructuras híbridas: guerrillas que, después de décadas de conflicto armado, han mutado hacia actividades netamente criminales. Las disidencias de las FARC o el Ejército de Liberación Nacional son un ejemplo. Estos grupos ya no persiguen objetivos ideológicos claros, sino que actúan como grupos armados que controlan territorios, explotan recursos y trafican con drogas.
Finalmente, hay estructuras más flexibles y horizontales, como las federaciones urbanas, que funcionan con menos jerarquías y son más adaptativas. En Colombia, la Oficina de Envigado. Operan con mayor discreción y una capacidad notable para tejer alianzas tanto dentro como fuera del país.
No existe un modelo único ni una receta fija. Cada organización ajusta su negocio a lo que le ofrece el entorno. En Colombia, Perú o Brasil, la minería ilegal ya mueve más dinero que muchas rutas de droga. En México, el cibercrimen no deja de crecer. En El Salvador, Colombia o Ecuador, la extorsión desde las cárceles se ha convertido en una economía paralela. Y en Venezuela, Honduras o el Darién, el tráfico de personas hacia Estados Unidos es, hoy, uno de los negocios más rentables.
Pero todas estas actividades requieren lo mismo: rutas, logística y lavado de dinero.
Desde las selvas del Amazonas hasta los puertos del norte de Europa, las organizaciones criminales han tejido una red que conecta Iberoamérica con África Occidental, Europa y Asia. Estas rutas no solo mueven mercancías ilícitas: vinculan sistemas financieros, estructuras logísticas y actores estatales.
La producción arranca en zonas remotas: selvas, cordilleras, zonas rurales sin Estado. Los insumos llegan desde Asia —precursores químicos, tecnología, capital— y lo producido viaja rumbo a mercados con dinero: Estados Unidos, Europa, Golfo Pérsico. En medio, aparecen nuevos hubs: Ecuador como plataforma logística en el Pacífico, Guinea-Bissau o Cabo Verde como puertas de entrada a África y el Viejo Continente.
Pero todo esto necesita limpieza. Y ahí entra el lavado de dinero. El crimen global necesita circuitos financieros por donde deslizar el dinero sucio y convertirlo en legal. En América Latina, países como Uruguay y Paraguay se han consolidado como enclaves para blanquear capitales. En Europa, Holanda y Suiza son paradas frecuentes en esa ruta del dinero. Pero es en Oriente Medio donde este fenómeno ha encontrado uno de sus refugios más eficaces: Emiratos Árabes Unidos, y en particular Dubái, se han convertido en un imán para criminales, evasores y corruptos gracias a su opacidad financiera, su permisividad regulatoria y su escasa cooperación judicial.
Ecuador: un laboratorio de tercerización criminal
Pocos lugares ilustran de forma tan cruda cómo funciona hoy la multinacional del crimen como Ecuador.
Nadie lo vio venir, pero en 2023 alcanzó los 44,5 homicidios por cada 100.000 habitantes, superando a Venezuela, Colombia y Honduras, y convirtiéndose en el país más peligroso de Iberoamérica. Aunque en 2024 esta cifra disminuyó hasta los 38,8, sigue siendo muy alta para los estándares del país e incluso de la región.
Este dramático aumento de la violencia está directamente relacionado con la expansión del crimen organizado y la consolidación de un modelo de tercerización criminal que ha redibujado el mapa delictivo de la región.
El país ha pasado de ser un eslabón secundario en la cadena del narcotráfico a convertirse en un territorio disputado por los cárteles más poderosos del hemisferio, con consecuencias devastadoras.
Su posición geográfica —flanqueado por Colombia y Perú, mayores productores de cocaína del mundo, y con puertos clave en la costa del Pacífico como Guayaquil y Manta— lo ha convertido en un nodo logístico crucial en el tránsito de drogas hacia Estados Unidos y Europa. A medida que el proceso de paz con las FARC en Colombia debilitó estructuras criminales en ese país, muchas de sus disidencias y proveedores se desplazaron hacia Ecuador, generando un vacío de control estatal que fue rápidamente aprovechado por redes criminales transnacionales.
Por último, el auge del crimen en Ecuador no puede entenderse sin considerar las condiciones estructurales que han convertido al país en un terreno fértil para las economías ilegales. En Ecuador, el 28% de la población vive en situación de pobreza y el 12,7% en pobreza extrema. Además, el 58% de la población activa sobrevive en la informalidad laboral, el nivel más alto en casi dos décadas. Estas condiciones, sumadas a una economía estancada y a la falta de oportunidades, alimentan un mercado de reclutamiento criminal, sobre todo entre jóvenes de barrios periféricos, zonas rurales y regiones fronterizas.
Los cárteles mexicanos de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación (CJNG) han aprovechado la coyuntura para expandir su influencia en el país sin necesidad de desplegar estructuras propias de manera masiva. Lo han hecho mediante alianzas flexibles con bandas locales como Los Choneros, Los Lobos y Los Tiguerones, que actuan como “franquiciados”.
Los cárteles mexicanos proporcionan dinero, armas y cargamentos de droga (especialmente cocaína) a las bandas ecuatorianas, y a cambio obtienen control territorial, logística de exportación y violencia. Este modelo —similar al outsourcing empresarial— permite a los cárteles minimizar riesgos y maximizar beneficios, externalizando las operaciones más costosas y peligrosas. Sus enviados no permanecen en el país: viajan brevemente, negocian, pagan en efectivo o en especie, y desaparecen. Así, Ecuador se ha convertido en un nodo global del narcotráfico sin necesidad de convertirse en un bastión narco tradicional.
Las bandas ecuatorianas han pasado de ser estructuras carcelarias a prestadores de servicios criminales para redes internacionales. La violencia con la que actúan y su control del territorio ha aumentado tanto que hoy no solo gestionan el narcotráfico local, sino que ofrecen logística, sicariato, extorsión y seguridad para mafias extranjeras. Son operadores clave de una cadena criminal que conecta América con Europa y África.
En Europa, estas organizaciones han tejido alianzas con la ‘Ndrangheta italiana y la mafia albanesa, que operan como compradores directos de cocaína en los puertos ecuatorianos y subcontratan servicios logísticos locales. Estas conexiones han activado operaciones policiales conjuntas en ambos continentes. En febrero de 2024, por ejemplo, un operativo coordinado entre las policías española y ecuatoriana logró desmantelar parte de una red que movía cargamentos desde Guayaquil hasta Valencia.
De esta forma, Ecuador se ha convertido en un nodo intermedio de una red transnacional en la que confluyen guerrillas colombianas, cárteles mexicanos, pandillas ecuatorianas y mafias europeas. Todo este sistema opera con una lógica de segmentación geográfica, especialización de tareas y contratos temporales. Una multinacional del crimen con sede difusa, pero con tentáculos bien anclados.
El auge del crimen ha sido, en gran medida, lo que explica la llegada de Daniel Noboa al poder y su probable reelección. Ha intentado aplicar parte del manual de Bukele: militarizar cárceles, declarar guerras internas y recuperar territorios tomados por las bandas. Pero Ecuador no es El Salvador. Es un país mucho más extenso, con una geografía más compleja y fronteras porosas con Colombia y Perú, que funcionan como autopistas del narcotráfico. Aquí, el problema no son las maras, sino bandas que, aunque surgidas en las cárceles, han evolucionado en alianza con cárteles y mafias globales, con acceso directo a mercados internacionales y a economías criminales mucho más sofisticadas.
Además, el riesgo es que el mismo deterioro institucional que facilitó el auge del crimen ahora se agrave con una estrategia de seguridad que prioriza la excepción permanente sobre el Estado de derecho. La militarización masiva, el debilitamiento del control judicial y el recurso al estado de emergencia como norma son la otra cara de este modelo.
La fragilidad institucional de Ecuador ha sido uno de los principales combustibles del auge criminal. Lo demuestra, entre otros casos, la reciente fuga de Rolando Federico Gómez Quintín, “Fede”, cabecilla de la banda Los Águilas, quien escapó recientemente de la Penitenciaría del Litoral, la cárcel más vigilada del país, disfrazado de militar. Se investiga la implicación de 22 funcionarios penitenciarios y militares, que habrían desactivado cámaras y facilitado su salida a cambio de sobornos. No es un caso aislado: en 2024, Adolfo Macías, alias “Fito”, líder de Los Choneros, también logró fugarse de esa misma prisión, permaneciendo prófugo durante meses hasta su reciente captura. La captura del aparato estatal, a través de sus funcionarios, es el ABC del crimen organizado en Ecuador.
La gran pregunta es si Ecuador podrá sostener esta guerra contra el crimen sin dinamitar, en el camino, su ya débil institucionalidad.
*Irune Ariño Analista política y conductora del podcast Puente Atlántico. Este artículo amplía los temas tratados en el último episodio del podcast Puente Atlántico, donde analizamos cómo el crimen organizado se ha convertido en un actor transnacional con lógica empresarial. Puedes escucharlo aquí.
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